lunes, 30 de marzo de 2020

El campeón nacional de tiro libre

Cuando estaba en la prepa, había un promotor de basquet a quien todo mundo llamaba El Fela, se llamaba Alfredo, supongo. Le gustaba jugar al veintiuno con quien aceptara su reto. Apostaba, la partida era de a lonche, y solía ganar. En esa época, entre 1988 y 1991, él rondaría los 45 años.

Nos decía que con el paso de la edad uno como basquetbolista iría perdiendo condición física, salto, velocidad, pero tiro no. Que la técnica y la puntería se mantendrían. Yo se la compré, y durante mucho tiempo se la creí y actuaba como si fuera cierto.

No recordaba un evento que me tocó vivir antes, y para el que me tengo que remontar unos cuatro o cinco años antes de eso.

Mi padre nos tuvo inscritos a su familia en el club rojiblanco durante muchos años, donde él se ponía a jugar basquet con sus amigos. Como llegábamos temprano, primero se ponía a jugar conmigo y mis hermanos.

En una ocasión, estábamos jugando mientras un anciano trajeado nos miraba. Tras unos minutos se acercó a mi papá y le pidió permiso de lanzar un tiro libre. Mi papá le pasó la pelota y el señor se situó en la línea.

—Yo hace muchos años fui campeón nacional de tiros libres —dijo.

Yo no sabía que eso existiera, pero me impresioné de conocer al campeón.

Su tiro hizo una triste parábola y no llegó al aro. Mi papá recogió la pelota.

—Me habrá estorbado el saco... ¿Puedo intentar de nuevo? —no tenía necesidad de excusarse, pero lo hizo. Se quitó el saco y yo me acerqué a sostenérselo mientras intentaba un nuevo tiro.

Nuevamente el balón cayó débilmente a la cancha sin haber llegado al aro.

Aunque ninguno dijimos nada, ahora que lo pienso a la distancia, a todos, mis hermanos, mi papá y a mí, nos dio pena el señor, que simplemente tomó su saco, se lo puso y tras agradecer a mi papá, se fue cabizbajo con las manos entrelazadas tras su espalda.

No fui consciente de eso en ese momento, pero creo que fue una de las primeras veces en mi vida que pensé en el paso del tiempo y en su efecto en las personas.

Yo mismo no tiro igual que antes. Nunca fui una superestrella, pero tiraba bien, tenía buena puntería. Hoy no tiro igual, no sé si es porque nunca entreno, porque mi vista ya no es la misma, porque los años han pasado factura o que. El caso es que uno de los sueños que tengo es tener mi propia cancha de basquet. Aunque sea media cancha de basquet. Creo que sería ideal para mí una media cancha. Para las retas de tercias, para ir a tirar con mis hijos, con mis amigos y algún día con mis nietos. Y también para irme a tirar si no a diario, sí de vez en cuando. Practicar la puntería, ejercitar los brazos, los dedos, las muñecas. Y sentir cómo las ideas se acomodan con el sonido del flop que hace el balón al pasar por la red.

Pronto.

Hoy han pasado más de treinta años de esos recuerdos y no sé qué fue de El Fela, pero me gustaría poderle decir que su teoría de que el tiro nunca se pierde es una vil estafa.

Me debe unos lonches.

domingo, 15 de marzo de 2020

Golpe de efecto

Pienso que los celulares modernos nos impiden el placer de colgarle a alguien el teléfono como es debido. Con saña, con furia, enojo. Vaya, como se merece.

No es lo mismo oprimir delicadamente el botón de colgar que ejercer toda la fuerza del brazo sobre las patitas donde antaño descansaba el auricular; hasta le sacábamos una campanada al aparato. Incluso podría jurar que la persona a la que le colgábamos violentamente el teléfono lo sentía. El madrazo, la ira, el desprecio... el mandamiento a la chingada del que está siendo objeto.

Entre la enorme variedad de botoncitos (son virtuales, maldita sea, son dibujos de botones. Pueden dibujar uno más) debería haber uno para colgarle el teléfono en la jeta al interlocutor, y que lo sienta en el alma.

Además, los aparatos eran aguantadores. Resistían.

Hoy, además de que no se logra el mismo efecto, un celular no termina una llamada así. Si lo aventamos corremos el riesgo de que la llamada continúe. La pantalla se estrellará, en el mejor de los casos seguirá funcionando, pero algo en el celular se joderá. Lo he visto.

Seguramente es a propósito para que sigamos comprando baratijas de esas que ni siquiera nos permiten el golpe de efecto de colgarle el teléfono a alguien.

Cabrones fabricantes.

A mí no me engañan.

lunes, 24 de febrero de 2020

El último charquito

Avilés dice que soy un borracho consumado y que por eso me vale madres salir a pistear con mis amigos y que por eso soy capaz de simplemente subir a mi estudio, ponerme a trabajar, escribir, hacer radio o lo que sea y abrir la botella de tequila, servirme el caballito y ya, degustarlo como si el resto del puto mundo no me doliera.

Esto no es del todo cierto. Digo, sí soy más que capaz de hacer eso, sin remordimiento y sin piedad.

Pero tambien es cierto que muchas veces me pesa la ausencia de los amigos para compartir la bebida, escuchar y hablar de música, de mujeres, eructar y pedorrearnos. Sí me hace mucha falta algo así. Lo espirituoso de las bebidas viene en una gran medida de con quien se comparte.

Lo cierto es que a veces sí siento algo parecido al remordimiento cuando bebo solo. Bueno, no sé si sea remordimiento. Quizás mejor podría llamarlo dezasón, incertidumbre..., qué se yo.

Y tiene que ver con los problemas de dinero. Cuando no sé cuando podré comprarme otra botella para ternerla en mi escritorio. Cuando ocurre eso y ya solamente me queda suficiente para un pinchurriento caballito.

Solemos dejar esas cosas "para una ocasión especial" y resulta que todas las ocasiones son especiales, aun en las que solamente estas tú solo escuchando musiquita mientras trabajas y quieres alguna buena bebida que te acaricie el gaznate. Y entonces pasa que el último chorrito, el último charquito, el último caballito es justamente eso, el último. Y cada una de las últimas gotas que caen al vaso parecen tener eco. Un eco que va más alla del sublime elixir, un eco que resuena en lo que representa: incertidumbre.