La carretera había sido monótona y solitaria desde hace casi diez kilómetros. La oscuridad ha ido tomando poco a poco el lugar de la vista de los maizales conforme caminas hacia la lejana luz de un foco que esperas pertenezca a alguna casa. La ponchadura había sido de lo más inoportuna y te obligó a soportar el viento invernal a pie, tropezando con el borde de la oscura carretera a cada decena de metros. Esperas que se pueda pedir ayuda donde está la luz. Lo deseas con más vehemencia tras tropezar una vez más.
Pero no. No se puede pedir ayuda. El foco pertenece a un pequeño altar levantado en esa lejanía. Altar en honor a algún fallecido en ese tramo carretero. La pequeña construcción era una especie de cubículo con unas ventanas de vidrio sucio por las cuales se podía mirar al interior. Había flores de plástico y algunas viejas y gastadas veladoras, unas imágenes de santos también. La bombilla estaba conectada clandestinamente a un poste cercano y aunque algo tenue, habías visto su luz casi un kilómetro antes.
Observas que allí donde está el altar hay un entronque de una terracería que se une a la carretera donde venías, y que unos metros más adelante hay varios señalamientos: Parada de autobuses, No rebasar, San Jiloteo pinchemil kilómetros, No deje piedras en el pavimento, etc. Te acercas a donde están los letreros y te pones a orinar. Te causa gracia eso de "No deje piedras en el pavimento", no puedes evitar imaginar a los desocupados automovilistas haciéndose a la tarea de colocar piedras en medio de la carretera. Ries. Te estremece una nueva ráfaga de viento que aúlla mientras te la sacudes antes de volver a guardarla en el pantalón. Hace cada vez más frío y te maldices. Te insultas de lo lindo por no tener refacción, por no haber cargado el celular y por no haber comprado cigarros tampoco. Pendejo.
Volteas nuevamente a donde está el altar y es entonces que lo ves. Allí parado ante el triste mausoleo y sin duda mirándote, un señor, pequeño ranchero con una raída chamarra y un sombrero. Figura iluminada por el foquito, no puedes distinguir el color de sus ropas ni sus facciones, de modo que no sabes si es joven o viejo. Está simplemente parado con sus brazos a los costados del cuerpo. Te viene a la mente la frase que dice que de noche todos los gatos son pardos con tonada de los Caifanes. No le ves la cara pero no tienes duda de que te está viendo. Te acercas.
— Buenas noches —dices mientras das unos pasos hacia él— ¿Sabe usted dónde puedo...? —pero te interrumpe su mano que se levanta mostrándote la palma exigiendo te detengas.
Lo miras desconcertado, él sigue sin dar muestra alguna de efusividad. Tan solo gira su brazo que, después de haberte interrumpido, ahora señala con su índice hacia el maizal que está detrás del altar. Volteas a ver qué es lo que te señala el viejo. Nada. Solo la misma milpa que ha formado parte de tu paisaje carretero durante las últimas horas.
— Oiga ¿Qué chingados...?
Pero cuando te diriges nuevamente al viejo, ya no está. No hay rastro de él. Por no dejar, no dejó ni huellas donde estaba parado. Otra ráfaga de viento y a ti se te erizan los pelitos de la nuca, aunque sabes que no es el frío invernal lo que ocasiona esto último.
Decides que tu curiosidad bien puede sustituir a tu miedo y vuelves a mirar hacia donde señaló el viejo —¿por qué insistes en pensar que es un viejo?—. Caminas hacia la milpa, llena de plantas bastante más altas que tú, la luz del foquito no alcanza a iluminar demasiado y tú vas mirando el suelo cuidando de no caerte y cuando llegas al borde del maizal, salen dos enormes y negras manos que se abren paso de entre las matas.
Fue lo último que viste.
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