lunes, 26 de marzo de 2018

El canto del caracol

Caracol en el oído
su murmullo el anhelo
de escuchar ha traído
de la risa el sonido
y del sueño el desvelo.

Pero molusco ingrato,
solo me mostró el eco
de apremio cual mandato
para el necio cegato,
maleable y obceco.

Quise arrojarlo al mar
de él no volver a saber.
Y quise mirarlo volar,
en el aire verlo girar.
Y quise mirarlo caer.

Pero no osé lanzarlo.
Su continuo susurro
me hizo necesitarlo,
al cuello encadenarlo.
En sumisión incurro.

Consiguió con su sonido
que escuche con atención.
Lo tenga siempre asido
y muy cerca de mi oído
al tanto de su canción.

—Caracol (fragmento) — Carlos G Garibay
 

Ramiro Portela es un personaje lleno de achaques provocados por el estrés, vive sufriendo de úlceras, huyendo de la vitalidad de su mujer y soñando con que sus logros hagan triunfar a su jefe. Es un adicto al trabajo.

El Ramiro Portela que describo vive en 1996, pero si viviera en el 2018 creería ser muy feliz contestando los correos electrónicos que llegan a su buzón a las 3 de la mañana y muy pendiente a su wassap. Sería un completo miserable.

Pero el miserable Ramiro Portela no vive en 2018. Murió en 1996 cuando se dio cuenta de que su teléfono celular tenía una sola virtud: el botón de apagado.

Ramiro Portela en 2018 no es miserable, es feliz y ya no sufre de úlceras. Él vive.

Hace poco me dijeron que soy un business man, y cuando me lo dijeron inevitablemente me puse a pensar en las implicaciones de serlo y creérmelo y decidí que sí, lo soy. Que tengo que creerlo con certeza para poder tener éxito en ello en la medida que yo quiera. Pero he pensado que solo lo seré hasta cierta hora del día nada más. No quiero dejar de vivir. De hecho, el business man le estorba a la otra persona que vive dentro de mí: el bohemio que ama leer, la música, escribir, el basquet y vivir y sobre todo, convivir. Los continuos llamados de gente que quiere que resuelva sus asuntos, que piensa que las once de la noche y los domingos son excelentes horas para pillarme atendiendo el teléfono le estorban. Le ponen los nervios de punta y de pésimo humor.

Comencé a apagar el celular. Lo acabo de hacer este domingo y al contrario de lo que dicen las leyendas urbanas que hablan del estado de ansiedad que se sufre cuando a uno le quitan el teléfono, yo sentí una ligereza que no reconocía.

Pero no puedo ser hipócrita con esto. Me hice de otro canal de comunicación, sencillo y exclusivo para con quien sí quiero seguir comunicado. Porque existe quien le da propósito a mi deseo de comunicarme y son personas que puedo contar con los dedos que hay en mi índice derecho.

Los demás se pueden ir a la chingada.

Las personas que no descansan y no tienen apego por su paz y su tranquilidad, las personas a las que me paso la semana procurando y que no son capaces de brindar un poco de reciprocidad, las personas que se la pasan pretendiendo convencer, educar y hasta evangelizar vía grupos de wassap. No me gusta adular ni que me adulen, no me gusta presumir, no me gusta el fútbol ni los toros y no soy para nada religioso, por lo que la razón para estar en ciertos grupos de wassap no existe, pero la diplomacia hasta el momento me ha mantenido allí. Aunque cada vez me va importando menos y terminaré por mandarlos muchos kilómetros a la chingada también.

¡Salud!

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