Foto: Carlos García Garibay
Hacía ya casi 2 años que se había constituido la pequeña comunidad en torno a la ventana de ese despacho. Esa oficina de gobierno tenía un ambiente caótico, fruto de las mil veces en las que habían intentado sin éxito hacer una organización lógica en ese sitio. Sin embargo el pequeño departamento de Sistemas se había aferrado a su espacio junto a esa ventana por varios motivos técnicos, con la iluminación y la ventilación como principales argumentos. Al paso del tiempo habían descubierto algunas otras ventajas, como la inmejorable vista a la entrada de la cafetería. Sin embargo la mejor de todas, sentimentalmente hablando, era sin duda alguna la del tabaco de las 12.
Es necesario mencionar que la oficina del Departamento de Sistemas estaba en el segundo piso, en el costado noroeste del edificio de oficinas de Avenida Central 615 en Zapopan, Jalisco. Particular interés tenían los ocupantes del despacho por lo que ocurría todos los días aproximadamente a las 12 del mediodía en un pequeño machuelo junto a la cafetería que proporcionaba una acogedora tranquilidad para fumar y al que su despacho daba una vista privilegiada. Un refugio para quienes buscaban escapar de los hipócritas fumadores pasivos.
Su silueta era inconfundible. La manera de caminar y la gracia de toda su persona, su sello particular. No era la más guapa del mundo, pero como dice la canción, ellos jurarían que era más guapa que cualquiera. El tiempo se detenía desde que la veían acercarse, tomar asiento en el dichoso machuelo, sacar de su descomunal bolsa una caja de cigarros, escoger uno y encenderlo. A continuación paladear con sibaritismo su cigarro dejando que sus preocupaciones y ocupaciones, desconocidas para ellos, desaparecieran por un rato, a veces interrumpido por una impertinente llamada a su teléfono celular. Apagar la colilla, levantarse y verla partir era el clímax. Eran aproximadamente 15 minutos de gloria urbana que ellos no cambiarían por nada del mundo. Una delicia de rutina que hacía que las mañanas pasaran más agradablemente y que le daban sabor a la vida en general de los ocupantes de esa oficina.
Era más que una rutina y también ellos más que simples voyeurs. Era en verdad un sentimiento colectivo entrañable el que se había formado en esa pequeña comunidad. Había nacido el instinto en cada uno de los compañeros de observar su reloj conforme las 12 del día se acercaban, ese mismo instinto los ponía en estado de alerta desde el menos cuarto. El primero en verla acercarse tenía el deber sagrado de avisar a los demás, cual Rodrigo de Triana al divisar las hipotéticas Indias. Cualquier otra actividad podría esperar. Cualquier otra cosa era considerada un factor de distracción totalmente prescindible y despreciable en ese momento, el momento del cigarro de las 12.
Un indescriptible sentimiento de irresponsabilidad hacía presa de quien haya faltado miserablemente a su vigila diaria. "¿Qué estás cuidando?" era la pregunta de rigor para el miserable culpable cuando se daban cuenta que la musa tenía ya rato fumando y no habían sido informados.
Alguna vez ocurría que el machuelo-pedestal se encontraba ocupado por algún usurpador que podía venir en miles de combinaciones de sexo, número, oficio y edad, pero eso sí, cualquiera de ellas era invariablemente inoportuna cuando se presentaba. En tan desafortunadas circunstancias ella optaba por ocupar algún otro lugar más alejado y por tanto, mucho menos disfrutable que el invadido altar oficial. El odio de los espectadores se hacía patente y se manifestaba en forma de amargos comentarios que como mínimo declaraban como perdida toda la mañana. Malditas sean esas horas.
También podía pasar que ella dejara de asistir a su diario ritual. Y cuando eso ocurría, un atroz sentimiento de desamparo y abandono se apoderaba de ellos, sus fervientes admiradores.
Se contentaban con verla fumar. Admiraban la forma en que se sentaba, la forma en que mantenía erguida su figura mientras fumaba, la caída de su cabello lacio, siempre recogido en una soberbia cola de caballo, la clase con la que sostenía el cigarro y las volutas de humo expulsadas de su boca haciendo ensoñadoras y efímeras formas antes de desaparecer en el aire. El esperado movimiento a la hora de levantarse hacía que la mañana completa valiera la pena.
Todos ellos se cuidaban de no ser vistos observándola fumar. Esa situación hubiera provocado en cualquiera de ellos una reacción comparable a la de un niño sorprendido robando golosinas de la tiendita de la esquina. Sin embargo les gustaba imaginar que ella se sabía observada. Que cada uno de sus cadenciosos movimientos era estudiado y llevado a cabo deliberadamente para su corro de admiradores que diariamente se apilaban al pie de la ventana a verla fumar. Soñar con que al retirarse cada día después de saborear su tabaco y al sacudirse la tierra de las nalgas estaba mandándoles una cachonda y cruel señal de despedida. Tenían miedo de ser descubiertos y en consecuencia, ser privados de ese diario y gratuito placer. Peor que si la infame Ley Antitabaco los convirtiera en reos de muerte.
Quizás nunca en la vida ninguno de ellos se anime a hablarle, a abordarla y preguntarle su nombre. Pero es un hecho que el día en que dejen de verla en su diario ritual será considerado como un antes y después de cuando eran felices en esa oficina de gobierno y dentro de su pequeño santoral tendrá una de las más encumbradas posiciones, la de la Musa del Club de Fans del Tabaco de las 12.
Es necesario mencionar que la oficina del Departamento de Sistemas estaba en el segundo piso, en el costado noroeste del edificio de oficinas de Avenida Central 615 en Zapopan, Jalisco. Particular interés tenían los ocupantes del despacho por lo que ocurría todos los días aproximadamente a las 12 del mediodía en un pequeño machuelo junto a la cafetería que proporcionaba una acogedora tranquilidad para fumar y al que su despacho daba una vista privilegiada. Un refugio para quienes buscaban escapar de los hipócritas fumadores pasivos.
Su silueta era inconfundible. La manera de caminar y la gracia de toda su persona, su sello particular. No era la más guapa del mundo, pero como dice la canción, ellos jurarían que era más guapa que cualquiera. El tiempo se detenía desde que la veían acercarse, tomar asiento en el dichoso machuelo, sacar de su descomunal bolsa una caja de cigarros, escoger uno y encenderlo. A continuación paladear con sibaritismo su cigarro dejando que sus preocupaciones y ocupaciones, desconocidas para ellos, desaparecieran por un rato, a veces interrumpido por una impertinente llamada a su teléfono celular. Apagar la colilla, levantarse y verla partir era el clímax. Eran aproximadamente 15 minutos de gloria urbana que ellos no cambiarían por nada del mundo. Una delicia de rutina que hacía que las mañanas pasaran más agradablemente y que le daban sabor a la vida en general de los ocupantes de esa oficina.
Era más que una rutina y también ellos más que simples voyeurs. Era en verdad un sentimiento colectivo entrañable el que se había formado en esa pequeña comunidad. Había nacido el instinto en cada uno de los compañeros de observar su reloj conforme las 12 del día se acercaban, ese mismo instinto los ponía en estado de alerta desde el menos cuarto. El primero en verla acercarse tenía el deber sagrado de avisar a los demás, cual Rodrigo de Triana al divisar las hipotéticas Indias. Cualquier otra actividad podría esperar. Cualquier otra cosa era considerada un factor de distracción totalmente prescindible y despreciable en ese momento, el momento del cigarro de las 12.
Un indescriptible sentimiento de irresponsabilidad hacía presa de quien haya faltado miserablemente a su vigila diaria. "¿Qué estás cuidando?" era la pregunta de rigor para el miserable culpable cuando se daban cuenta que la musa tenía ya rato fumando y no habían sido informados.
Alguna vez ocurría que el machuelo-pedestal se encontraba ocupado por algún usurpador que podía venir en miles de combinaciones de sexo, número, oficio y edad, pero eso sí, cualquiera de ellas era invariablemente inoportuna cuando se presentaba. En tan desafortunadas circunstancias ella optaba por ocupar algún otro lugar más alejado y por tanto, mucho menos disfrutable que el invadido altar oficial. El odio de los espectadores se hacía patente y se manifestaba en forma de amargos comentarios que como mínimo declaraban como perdida toda la mañana. Malditas sean esas horas.
También podía pasar que ella dejara de asistir a su diario ritual. Y cuando eso ocurría, un atroz sentimiento de desamparo y abandono se apoderaba de ellos, sus fervientes admiradores.
Se contentaban con verla fumar. Admiraban la forma en que se sentaba, la forma en que mantenía erguida su figura mientras fumaba, la caída de su cabello lacio, siempre recogido en una soberbia cola de caballo, la clase con la que sostenía el cigarro y las volutas de humo expulsadas de su boca haciendo ensoñadoras y efímeras formas antes de desaparecer en el aire. El esperado movimiento a la hora de levantarse hacía que la mañana completa valiera la pena.
Todos ellos se cuidaban de no ser vistos observándola fumar. Esa situación hubiera provocado en cualquiera de ellos una reacción comparable a la de un niño sorprendido robando golosinas de la tiendita de la esquina. Sin embargo les gustaba imaginar que ella se sabía observada. Que cada uno de sus cadenciosos movimientos era estudiado y llevado a cabo deliberadamente para su corro de admiradores que diariamente se apilaban al pie de la ventana a verla fumar. Soñar con que al retirarse cada día después de saborear su tabaco y al sacudirse la tierra de las nalgas estaba mandándoles una cachonda y cruel señal de despedida. Tenían miedo de ser descubiertos y en consecuencia, ser privados de ese diario y gratuito placer. Peor que si la infame Ley Antitabaco los convirtiera en reos de muerte.
Quizás nunca en la vida ninguno de ellos se anime a hablarle, a abordarla y preguntarle su nombre. Pero es un hecho que el día en que dejen de verla en su diario ritual será considerado como un antes y después de cuando eran felices en esa oficina de gobierno y dentro de su pequeño santoral tendrá una de las más encumbradas posiciones, la de la Musa del Club de Fans del Tabaco de las 12.
- Por Carlos García Garibay
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