Alfonso caminaba por la maltrecha calle rumbo a casa, estaba todo oscuro y de verdad que no tenía ganas de que lo asaltaran una vez más. No siempre se podía dar el lujo de dirigirse tarde a casa. Estamos hablando de más de las 10 de la noche, una hora en la que normalmente hay bastante vida en otras colonias de la ciudad, pero no en ésta. La Mesa Colorada es una colonia de dudosa fama en la Zona Metropolitana de Guadalajara, ubicada al norte en el municipio de Zapopan solamente hay una manera de llegar y es a través de la carretera a Saltillo, un camino angosto y sinuoso de solamente un carril por cada sentido. La Mesa fue durante un buen tiempo la última colonia con la que la mancha urbana se aferraba a esa carretera. El transporte urbano dejaba de transitar por esos lugares mucho muy temprano y las patrullas de la policía solamente lo hacían de a dos en dos y de vez en cuando. La falta de alumbrado público era el principal motivo por el que las calles se vaciaran muy temprano también. De ahí la soledad de Alfonso.
Después de las 10 de la noche la manera más barata de llegar a casa, era logrando acercarse a la Prolongación de Avenida Alcalde en su cruce con el Anillo Periférico Norte, donde una arbolada era la improvisada base de unos taxis colectivos que algunos ciudadanos habían montado para poder brindar el servicio que nadie más daba de acercar a los habitantes de las colonias del norte a sus casas y de paso ganarse unos centavos. Por módicos 10 pesos podías conseguir que te dejaran a la entrada de tu colonia, al borde de la carretera. Era lo más cerca que podías llegar porque al igual que el gallardo cuerpo de policía, los conductores de estos colectivos se negaban a entrar a estas localidades. El resto del camino lo tenías que hacer a pie. No pasó mucho tiempo antes de que las organizaciones sindicales de los trabajadores del volante decidieran que ese pequeño mercado tenía que ser de ellos y mediante los ajustes necesarios fueron quitando a los colectivos y tomado su lugar, de modo que los ciudadanos pronto pudieron gozar de un servicio más caro pero que de todos modos no los llevaba hasta las puertas de su casa. Sin embargo, seguía siendo la mejor opción pues aunque caminar es gratis, en esos lugares te podía costar caro. En la Mesa Colorada, la calle principal es Alberto Mora López. En un principio y durante bastante tiempo solamente una vil terracería que en tiempo de aguas se convertía en un cenagal. Aunque fue una molestia, cuando el ayuntamiento comenzó a abrirla en canal para meter drenaje los vecinos lo agradecieron. El alumbrado público podría esperar.
Caminar desde la carretera a Saltillo hasta su casa en las mejores condiciones obligaba a Alfonso a invertir por lo menos 20 minutos de calles sin pavimento y sin luz. No pocas habían sido las veces que había tenido que llegar descalzo, sin camisa y sin dinero a su hogar a causa de los asaltos que eran cosa corriente por ahí. Se encontraba cansado. La única vez que se encontró a la policía en su camino le costó una basculeada y que le quitaran sin motivo sus últimos 20 pesos. Es por eso que de un tiempo para acá hacía el camino sólo por inercia. Ya ni siquiera sentía miedo, sabía que en cualquier momento las sombras podían cobrar vida y cerrarle el paso para robarle sus pertenencias una vez más.
La voz que le ordenaba caerse con sus tenis lo hizo detenerse. Aquí estaban otra vez. Sus ojos reaccionaron entornándose para tratar de distinguir algo en esa maldita oscuridad. Esperaba muchas formas sin forma, algunas manos que lo sujetaran o el frío filo de alguna punta en su vientre pero nada. En su lugar solo una pequeña silueta delante de él, con una voz alterada por cemento amarillo que le impedía a Alfonso definir la edad del propietario. Eso lo indignó. No iba a ser robado otra vez por un pequeñajo desnutrido y drogado. Pensó que tal vez sus compinches estaban cerca, esperando a que regresara con más dinero para gastarlo en alguna sustancia. Échame tu lana, repitió la voz. Alfonso no esperó más y aprovechando su mayor corpulencia empujó al pequeño delincuente hacia atrás y se dispuso a emprender la huída, pero la desaparición del empujado lo sorprendió. Parecía que lo había tragado la tierra. La avalancha humana que esperaba no se produjo y sólo había silencio. Se percató de la zanja para tubería que las sombras ocultaban y cayó en la cuenta de que había arrojado al pobre tipo en ella.
Por un momento temió haberlo matado, aunque haya sido para defenderse. Se asomó a la fosa y aguzando el oído alcanzó a escuchar un lejano ¡ay!
Ya chingué – pensó mientras se alejaba
Después de las 10 de la noche la manera más barata de llegar a casa, era logrando acercarse a la Prolongación de Avenida Alcalde en su cruce con el Anillo Periférico Norte, donde una arbolada era la improvisada base de unos taxis colectivos que algunos ciudadanos habían montado para poder brindar el servicio que nadie más daba de acercar a los habitantes de las colonias del norte a sus casas y de paso ganarse unos centavos. Por módicos 10 pesos podías conseguir que te dejaran a la entrada de tu colonia, al borde de la carretera. Era lo más cerca que podías llegar porque al igual que el gallardo cuerpo de policía, los conductores de estos colectivos se negaban a entrar a estas localidades. El resto del camino lo tenías que hacer a pie. No pasó mucho tiempo antes de que las organizaciones sindicales de los trabajadores del volante decidieran que ese pequeño mercado tenía que ser de ellos y mediante los ajustes necesarios fueron quitando a los colectivos y tomado su lugar, de modo que los ciudadanos pronto pudieron gozar de un servicio más caro pero que de todos modos no los llevaba hasta las puertas de su casa. Sin embargo, seguía siendo la mejor opción pues aunque caminar es gratis, en esos lugares te podía costar caro. En la Mesa Colorada, la calle principal es Alberto Mora López. En un principio y durante bastante tiempo solamente una vil terracería que en tiempo de aguas se convertía en un cenagal. Aunque fue una molestia, cuando el ayuntamiento comenzó a abrirla en canal para meter drenaje los vecinos lo agradecieron. El alumbrado público podría esperar.
Caminar desde la carretera a Saltillo hasta su casa en las mejores condiciones obligaba a Alfonso a invertir por lo menos 20 minutos de calles sin pavimento y sin luz. No pocas habían sido las veces que había tenido que llegar descalzo, sin camisa y sin dinero a su hogar a causa de los asaltos que eran cosa corriente por ahí. Se encontraba cansado. La única vez que se encontró a la policía en su camino le costó una basculeada y que le quitaran sin motivo sus últimos 20 pesos. Es por eso que de un tiempo para acá hacía el camino sólo por inercia. Ya ni siquiera sentía miedo, sabía que en cualquier momento las sombras podían cobrar vida y cerrarle el paso para robarle sus pertenencias una vez más.
La voz que le ordenaba caerse con sus tenis lo hizo detenerse. Aquí estaban otra vez. Sus ojos reaccionaron entornándose para tratar de distinguir algo en esa maldita oscuridad. Esperaba muchas formas sin forma, algunas manos que lo sujetaran o el frío filo de alguna punta en su vientre pero nada. En su lugar solo una pequeña silueta delante de él, con una voz alterada por cemento amarillo que le impedía a Alfonso definir la edad del propietario. Eso lo indignó. No iba a ser robado otra vez por un pequeñajo desnutrido y drogado. Pensó que tal vez sus compinches estaban cerca, esperando a que regresara con más dinero para gastarlo en alguna sustancia. Échame tu lana, repitió la voz. Alfonso no esperó más y aprovechando su mayor corpulencia empujó al pequeño delincuente hacia atrás y se dispuso a emprender la huída, pero la desaparición del empujado lo sorprendió. Parecía que lo había tragado la tierra. La avalancha humana que esperaba no se produjo y sólo había silencio. Se percató de la zanja para tubería que las sombras ocultaban y cayó en la cuenta de que había arrojado al pobre tipo en ella.
Por un momento temió haberlo matado, aunque haya sido para defenderse. Se asomó a la fosa y aguzando el oído alcanzó a escuchar un lejano ¡ay!
Ya chingué – pensó mientras se alejaba
- Por Carlos García Garibay
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