—Un día se subieron tres cabrones cholos, joven. Iban ya medio alumbrados. —Relató el taxista al tiempo que extendía sus dedos pulgar y meñique derechos— Me hicieron llevarlos hasta la colonia Jalisco. Eran como las tres de la mañana cuando llegamos y me dijeron que no me iban a pagar— "¿cómo que no me van a pagar?" — "y hágale como quiera"— me dijeron, ya hasta se estaban bajando del taxi. Caminando, ni siquiera corriendo.
—¡Ah cabrón! ¿y usted qué hizo? —Imposible que yo no me interese en una charla que comenzaba con tal prólogo.
—Pos les saqué ésta. —dijo el viejo mientras sacaba de debajo de su asiento una pistola que bien pudo pasar como mortero a ojos míos, que siempre le he temido a las armas de fuego— y les dije:— "¡Ora hijos de la chingada! ¡hínquense!"
—¿Y se hincaron?
—¡A güevo! Cuando voltearon ya les estaba yo apuntando y pa' pronto ya estaban besando el pavimento. —el viejo ya había guardado el arma, para tranquilidad mía.
—¿Y qué hicieron ellos?
—Se pusieron a chillar y a decirme que estaban jugando y que enseguida me pagaban. En chinga que me pagaron, joven. Hasta me dieron dinero de más. Y después les dije que se largaran y ai' los tiene corriendo a los muy culitos. Cabrones.
—¿Los dejó ir así nomás?
—No, les hice un tiro a las patas cuando ya se estaban yendo. ¡Pa´que vieran que no me ando yo con mamadas!
No sé si el viejo le largaba a todos los pasajeros ese discurso cada vez que abordaban su taxi, enseñada de pistola incluida. Pero creo que resultaba bastante efectivo para evitar cualquier tentación de querer transárselo.— Bueno, aquí en la esquina me deja bien ¿cuánto le debo?
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